Se fundían ya los contornos de esa tarde en el horizonte. El sonido del tren y los matices anaranjados del cielo me traían adormecido. Casi inevitable fue cerrar mis ojos, pero lo que vi me despertó al instante. Ese rostro, envuelto en luz, tan lejano, tan antiguo como los otoños a su lado.
-Despierta- Susurró muy bajo. Era celestial. -El tiempo ha pasado. He vuelto, recuperé mis fuerzas. Soy el ángel de tu salvación, el que tiempo atrás tuvo que abandonarte. El ángel que te dio cordura, el que quiso abrazarte para nunca irse.-
Una pausa pareció frenar hasta el tren en el que viajaba. Las aves nocturnas cesaron sus cantos y el viento que antes se inmiscuía por la ventanilla, dejó de azotarme. Me lloraba, suplicando. Sus lágrimas se extinguían cerca de la boca, humedeciendo un rostro desierto de caricias.
Intenté acercarme lentamente, hasta que pude notar como su luz quemaba.
Los sonidos de la noche volvieron a silbar su trémula sinfonía cuando rocé su cara. Ella sonreía y mi mano soñaba. El calor incandescente se transformó en la más cálida tibieza.
-Te perdono ángel mío, mi ángel de la guarda, salvación de mi alma. Solo tú eres la razón de que haya respirado todos estos años, pues a ti te he dedicado cada uno de mis pasos.-
Caí rendido a sus pies, estrellado de felicidad. Acomodado en su regazo volví a mezclar mis penas con las suyas. Era todo tan perfecto, como si nada hubiese pasado.
El alba llegó casi mágicamente. El tiempo había pasado y no podría retenerla mucho más. Lo sabíamos.
-Moriría si me pides que te deje ir nuevamente- Murmuré lentamente en su oído.
-No me verás, pero nunca me iré de tu lado, no te abandonaré otra vez. Tus manos serán las mías, veré con tus ojos, y usaré tu garganta para gritar cuanto te amo. Sabes que viviré dentro de ti, así que déjame ir a casa.
Las lágrimas se juntaron en un beso que aún no termina.
Al abrir los ojos, ya estaba acompañado.